Una aproximación al joy joy, el canto ancestral de los Valles Calchaquíes
Se acercan los carnavales y en todo el norte argentino la población está agitada porque se trata de un tiempo sagrado del que nadie escapa y aunque lo dominante pueda parecer la alegría desenfrenada con abundante alcohol en multitudinarios festivales, hay quienes viven este momento como época de ofrendas y agradecimientos por las cosechas.
Por Alba Silva
5 de febrero de 2024 - 00:39
Andrea Mamondes y abuela. . Imagen: Gentileza Andrea Mamondes
Con la firme voluntad de vivirlo al modo ancestral como lo hacían los antiguos que en los Valles Calchaquíes vivían y viven totalmente ligados a la Pacha, a la tierra, al ecosistema, Andrea Mamondes, cantora con caja, cultora del “joy joy”, participa de los preparativos y habla con Salta/12.
Amaicha del Valle, donde habita Mamondes, celebra este año la 76 edición de la Fiesta Nacional de la Pachamama que pasó de una fiesta agraria, comunitaria, con el canto con caja o “copleros” en su centro, a un festival que convoca -se verá este año el efecto Milei- multitudes que llegan a la comuna rural dispuestas a una diversión sin pausa con artistas de renombre que multiplican alegrías mas o menos efímeras.
¿Y cuál es el lugar que ocupan el joy joy -canto ancestral prácticamente desconocido fuera de los valles-, las coplas y bagualas y sus intérpretes en el escenario que cada año se levanta en Amaicha? ¿Es convocante el canto con caja que al fin de cuentas sale de las vísceras y remite a la existencia, la soledad y los caminos que transitan los comuneros en los valles profundos?
(Imagen: gentileza Andrea Mamondes).
-En los carnavales ¿cuál es la función de la música?
-La cultura occidental impone que el músico compone, graba, toca y viaja. Pero sacándonos esa imposición cultural ¿cuál es la función de la música? la sanación, pura sanación. Porque si entramos en el plano al que no estamos conectados, el de las vibraciones, pasan cosas.
-¿Cómo es eso?
-Lo aprendimos en Bolivia con los sikuris (bandas de músicos que tocan el siku, instrumento de tubos de caña). Ahí te dicen que para empezar cualquier cuestión, hay que conversar con uno mismo y con el otro, pero desde otro lado, no desde la palabra y eso pasa en los sikuris. Usted tiene un arca (siku de siete tubos) y yo tengo ira (seis tubos), vamos conversando en la melodía, y eso nos lleva a una comunicación celestial. En Bolivia todos los inviernos tienen una fecha donde salen todos los sikuris a las calles y están todo el día, pero con la intención de la sanación, o sea, hacer música es para limpiar las energías del lugar, para limpiar las energías de las personas. Una persona que vive todo el tiempo enojada, escucha la vibración de la música y automáticamente se transforma, y lo mismo pasa en el canto. También depende de la intención que uno le da, y eso es lo que por ahí, los artistas, los músicos, estamos desconectados de eso, porque no nos damos cuenta de que la intención más allá de decir canto bonito o le canto a la gente y la alegro, es una sanación.
(Imagen: gentileza Andrea Mamondes).
-Venís de un linaje de cantoras y empezaste a los siete años con tonadas jujeñas ¿cómo regresas o encontrás al joy joy, al que definiríamos como el sonido de los Valles Calchaquíes?
-Era más fácil para mí, como niña, ir tirando coplas como hacen los jujeños para el carnaval ¿no? En cambio, en el joy joy es otro tiempo, mucho más tranquilo, y por eso no encaja en el festival este canto. Cuando una cantora, una coplera sube a cantar el joy joy en un festival donde toda la gente solo quiere alegría, no lo entienden. Y lo sienten y lo ven como que las copleras aullan, son pesadas, no cantan nada, desafinan. Pero en realidad es un canto colectivo. Otro tema es que antes en nuestra cultura no teníamos escenarios, el escenario es occidental.
-La cultura se reproduce de todos modos y aunque los escenarios se impongan ¿hay manera de regresar a la esencia del canto? ¿cómo transmitirla a los jóvenes?
-Transmitimos a los jóvenes y a los niños con el círculo de canto que es colectivo. Cada uno elige, porque hay personas que sí pueden cantar solas, que tienen un servicio de entrega de su voz y hay personas que no pueden cantar solas, pero sí quieren hacerlo y ahí entra la ronda. Entra esto de compartir y entra ese trance que se logra, que es como una meditación natural, o sea, podríamos decir que el joy joy es como el mantra, como los cantos del yoga de la cultura oriental.
Pintura de Munay Mamondes (Imagen: gentileza Andrea Mamondes).
-Escuchar el joy joy -la voz en un lamento o voces viscerales- es asociarlo inmediatamente con los cantos de los indios del norte del continente ¿cuánto hay de eso? ¿Hay una conexión obvia en esta manera de expresar sentires y vivires?
-Si, existe esa conexión y hablamos del canto concebido como ofrenda, no desde el jolgorio que es lo que propone el festival comercial. Esto es el canto desde la vibración, la limpieza.
-Pertenecés a un linaje de mujeres cantoras ¿cómo es el joy joy y cómo es esa transmisión?
-Mi madre Ernestina Balderrama nos creó a todas (Andrea y sus hermanas, cantoras, instrumentistas y la artista plástica Munay Mamondes) pero están las abuelas, Felisa Arias (materna) y Hortencia Carabajal (paterna) de las que heredamos un legado. El joy joy es la relación con la naturaleza, sentir el sonido de las aguas que caen, las piedras que te hablan, y también están los caminos. El joy joy es del “kenko” (palabra nueva, intraducible al menos para esta cronista). ¿Qué es el kenko? Kenko es ir, va y viene, va y viene. Entonces el canto también es un kenko. Antes había un canto que ahora lo escuchamos de vuelta en un encuentro de cantor@s con caja en Shinkal (Catamarca). Para nosotros el kenko es algo muy importante en nuestra existencia. Discípulas de Leda Valladares decían que el kenko es como a un agudo que sale, al que se lo practica. Un agudo que tiene una similitud en todas las culturas del mundo. Es un canto de divinidad que sucede en muchas culturas y también es de conexión con la tierra, con la naturaleza.
(Imagen: gentileza Andrea Mamondes).
Imposible contener la serie de definiciones que tanto Andrea Mamondes como su madre Ernestina -participante maravillosa de la entrevista- entregan durante la conversación en su casa sobre la ruta 307 que va de Amaicha del Valle a Santa María en la vecina Catamarca.
Andrea cuestiona todo, y aunque considera que toda persona tiene derecho a estar, vivir, trabajar donde quiera, donde le guste, donde pueda desarrollar su existencia y practicar la cultura del lugar, manifiesta preocupaciones y ocupaciones variadas.
Una que mencionó refiere a la educación que reciben, niñas, niños y adolescentes que son comuneros o que, llegados de otras geografías, viven en la villa indígena y por eso se pregunta “¿qué puede transmitir un docente llegado de Buenos Aires a los niños amaicheños sobre su propia cultura? Tenemos que trabajar mucho en afirmar nuestra identidad”.
Es por eso que Mamondes encabeza la creación de una escuela de artes y oficios cuyo edificio se materializa frente a la Bodega de los Amaichas, en la que comuneras, comuneros o residentes puedan aprender y practicar la cultura en todas sus acepciones: tejer, ser alfareros, sembrar y cosechar, cantar con la caja, crear ferias productivas y exposiciones artísticas.
En suma, tomar, hacer propia, transmitir y vivir la cultura ancestral y actual de las y los modernos diaguitas que habitan en el bendecido valle del Yokavil, a unos dos mil metros sobre el nivel del mar que esperan ansiosos al carnaval o a la fiesta de la cosecha que la Pacha nos regala.